domingo, 29 de junio de 2008

La Cenicienta

Había una vez...

... Un hombre muy rico que perdió a su esposa y quedó solo en el mundo con su pequeña hija. Por más que se sintieran muy tristes y solitarios, los dos vivieron reponiéndose de la dolorosa pérdida un tiempo. Pero, al realizar un viaje a otra comarca, el hombre conoció a una mujer y se casó de nuevo, y desde entonces las cosas cambiaron para la niña.

La nueva esposa trajo consigo a sus dos hijas que eran tan orgullosas como poco agraciadas. En cuanto vieron que la belleza de la pequeña las opacaba, se disgustaron mucho, y decidieron deshacerse de ella.

«¿Por qué vamos a permitir que la muy tonta se siente en la sala con nosotras?·», se dijeron. «¡Que se gane la vida trabajando! No sirve más que para la cocina. Pues ¡que cocine!»

Le quitaron sus bonitas ropas y la vistieron con unos pobres harapos y unos zapatos rotos. La obligaron a vivir en la cocina, y la hicieron trabajar duramente. Tenía que levantarse con el alba, encender el fuego, traer agua, cocinar la comida y lavar la ropa. ¡Y eso no era todo! Por la noche, después de un largo día de trabajo, la pobre criatura ni siquiera tenía una cama donde dormir. Para abrigarse del frío se acostaba en el hogar entre las cenizas y los rescoldos, y, por esta razón, comenzaron a llamarle Cenicienta.

Cierto día en que el padre se preparaba para ir a la feria, preguntó a las dos mayores qué deseaban que les trajese.

-Lindos vestidos- respondió una de ellas.

-Joyas- dijo la otra.

-¿Y a ti, Cenicienta?- preguntó luego -. ¿Qué te gustaría?

-Tráeme, papá -contestó ella-, un fresco y verde brote de avellano; el primer brote que te roce el sombrero en el camino de regreso.

Compró el hombre en la feria ricos vestidos y resplandecientes joyas para los dos mayores; y, de vuelta, mientras cabalgaba por un estrecho camino del bosque, un fresco brote de avellano se quebró al rozar con su sombrero, al que hizo caer.

-¡Vaya, vaya, por poco me olvido! -dijo el padre mientras arrancaba la ramita-. ¡Si es lo que me pidió la pequeña Cenicienta!

Las dos mayores quedaron encantadas con sus lujosos regalos y muy pronto empezaron a pavonearse delante del espejo, acicalándose y adornándose como era propio de tan vanidosas criaturas. También a Cenicienta le gustó su modesto regalo, y fue a plantarlo en el jardín que había detrás de la casa. Todos los días se ocupaba del brote, así que creció y creció hasta convertirse en un pequeño árbol.

Cierto día llegó una paloma e hizo en el árbol su nido. Revoloteó entre las ramas, se posó en los pequeños tallos y arrulló suavemente. Cenicienta se encariñó con ella, pues era la única amiga que tenía. Le daba migajitas y semillas, y la paloma cantaba agradecida: «¡cucurru-cú, cu-curru-cú!»

Y sucedió que, por orden del rey, una gran fiesta iba a celebrarse en el palacio real. Debía durar tres días y tres noches, y todas las muchachas del reino fueron invitadas para que el príncipe escogiese su novia entre ellas.

¡Qué conmoción había en todas las casas! Todas las jóvenes del país estaban impacientes y llenas de esperanza, pero las más inquietas eran las dos hermanastras de Cenicienta. Se habían propuesto deslumbrar al príncipe costase lo que costase, y desde varias semanas antes de la fiesta ya se ajetreaban corriendo de aquí para allá con sus preparativos.

Por fin llegó el primer día de fiesta y las dos hermanas empezaron a vestirse para el baile. Les tomó toda la tarde. Cuando terminaron, valía la pena verlas.

De seda y satén eran sus vestidos. Los polisones les quedaron bien abombados, sus corpiños estaban cargados de filigranas; y mientras por sus sayas pululaban y revoloteaban los lazos y los volantes, era de ver cómo los faralaes les adornaban las mangas. Llevaban campanitas que tintineaban y anillos que resplandecían, ¡y rubíes, y perlas, y alita de pájaro! Se embadurnaron las pecas y se taparon las cicatrices con diminutas lunas y estrellas y corazones. Se empolvaron el pelo y se lo empingorotaron tan alto como pudieron con plumas y flechas enjoyadas.

A última hora llamaron a Cenicienta para que les hiciera los bucles, les atara los lazos del corpiño y les limpiara los zapatos. Cuando la pobre muchachita se enteró de que iban a una fiesta en el palacio del rey, le resplandecieron los ojos y preguntó a su madrastra si no podría ir ella también.

-¿,Tú? -chilló la mujer-

¿Toda llena de polvo y ceniza, y todavía quieres ir al baile? ¡Pero si no sabes bailar, y además no tienes vestidos!

Pero Cenicienta rogó y rogó, y por fin la madrastra, para salir de ella, le dijo:

-Bueno, mira lo que voy a hacer. Echaré una cazuela de lentejas en la ceniza, y si en dos horas puedes recoger las que estén buenas y ponerlas otra vez en la cazuela, te dejaré ir.

Cenicienta sabía muy bien que no podría hacerlo nunca por sí sola, pero también sabía una cosa que nadie más sabía; y es que su arbolito era un avellano mágico, y la palomita un hada. Así que fue a colocarse debajo de las ramas y dijo suavemente:

-¡Palomita y consuelo,

mi hada querida,

con las aves del cielo

ven enseguida!

A lo que contestó la paloma:

¡Cu-curru-cú!

¿Qué quieres tú?

Y Cenicienta le dijo:

-¡Lléname la cazuela,

vuela que vuela!

Y allá se fue volando la paloma y con ella todos los pájaros del cielo. Arriba y abajo, se movían las cabecitas mientras recogían las lentejas.

«Pic-pec, pic-pec, pic-pec!» hacían los pájaros, y en un instante estuvieron todos los granos buenos en la cazuela. Pronto echaron a volar y desaparecieron, mientras Cenicienta se apresuraba a llevar a su madrastra la cazuela llena de lentejas.

Aquello la irritó tanto, que dijo de muy mal humor:

-No puedes ir de ninguna manera. Ni tienes vestido, y, además, es imposible que bailes con esos pies tan toscos.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Cenicienta, y tanto le rogó, que por fin la madrastra le dijo:

-Muy bien. Te daré otra oportunidad. Esta vez tendrás que limpiar dos cazuelas de lentejas en una sola hora - y se marchó diciendo que aquello la mantendría entretenida hasta que ya ella y sus hijas estuviesen camino de la fiesta.

De nuevo fue Cenicienta a pararse debajo del avellano, y dijo suavemente:

-¡Palomita y consuelo,

mí hada querida,

con las aves del cielo

ven enseguida!

Y todo volvió a pasar lo mismo que antes. La palomita mágica y todos los pájaros del cielo vinieron volando y, en un santiamén, limpiaron las lentejas de cenizas y llenaron las dos cazuelas hasta los bordes.

Cenicienta las llevó a su madrastra y preguntó:

-¿Puedo ir ahora?

Pero la madrastra se puso furiosa:

-¡No seas tonta! -gritó-. No tienes vestido para ponerte. Además, no podrías bailar con esos zuecos que llevas. Nos avergonzarías a todas.

Y con esto le viró la espalda y se marchó corriendo al baile con sus dos orgullosas hijas.

Pero Cenicienta no se puso entonces a llorar y a lamentarse, como podría suponerse, sino que se convirtió en la muchacha más atareada que se haya visto nunca. Se lavó la cabeza hasta dejársela sin una sola ceniza, y luego se peinó el pelo de modo que le rodeaba la cara como una nube de oro. Luego se bañó, y se frotó y restregó hasta quedar radiantemente limpia. ¡Quién iba a imaginar nunca que no era más que una pobre cocinerita que dormía entre las cenizas y los rescoldos de la chimenea! En cuanto estuvo lista, fue a colocarse debajo de su avellano y, mirando hacia las frondosas ramas, dijo:

-¡Arbolito querido,

de tu ramaje

llueva pronto un vestido

todo de encaje!

Entre las ramas hubo como un rumor y un fulgor y al punto desaparecieron los harapos de Cenicienta y un rutilante vestido de encaje cayó sobre ella. En vez de sus zapatones de madera, dos diminutas zapatillas de oro cubrían sus pies. Una estrella de diamantes anidaba en su sedoso cabello y resplandecía con todos los colores del arco iris. Cenicienta se sentía alegre y feliz, y corrió entusiasmada a la fiesta. Cuando hizo su aparición en el palacio, estaba tan radiante y magnífica, que nadie la reconoció, ni siquiera la madrastra y sus dos orgullosas hijas.

En cuanto al príncipe, no tuvo ojos para nadie más desde que la vio. La tomó de la mano y no se separó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo:

-Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía.

Cenicienta era muy feliz; pero sabía que su dicha no iba a durar mucho tiempo. La paloma le había advertido que sus encantadores vestidos desaparecían al toque de medianoche; de modo que, a partir de las doce menos cuarto, Cenicienta no se vio por ninguna parte. Cuando el príncipe se dio cuenta, la buscó desesperadamente por todo el palacio, pero no pudo encontrarla.

Entretanto, la pequeña bailarina había llegado ya al patio de su casa. Al pasar junto al avellano, el reloj dio las doce. Sus rutilantes vestidos desaparecieron, cayeron sobre ella los mugrientos harapos y entró en la casa sonando sus viejos zapatones de madera. ¡Ya no era sino Cenicienta, la pobre cocinerita de siempre!

Tiritando de frío, con sus pobres harapos, se acostó junto a las cenizas y a los rescoldos, como de costumbre; pero estaba demasiado inquieta para dormirse. Cuando llegaron la madrastra y sus orgullosas hijas, todavía estaba despierta, y pudo escucharlas conversando en el cuarto inmediato:

-¿Quién sería esa pequeña belleza misteriosa -dijo la madrastra-, y por qué desaparecería tan de repente?

-Nadie lo sabe -dijo la mayor de sus hijas-. Yo, por mi parte, me alegro de que se fuera. ¿Quién iba a tener la menor oportunidad si llega a quedarse?

-Estoy de acuerdo contigo -dijo la otra-. Pero, de todos modos, me gustaría saber de dónde vino.

¡Quién iba a decirles que la misteriosa doncella había salido de su propia casa y que, en aquel momento, vestida de harapos, dormía entre las cenizas y los rescoldos del hogar!

Al día siguiente todo sucedió otra vez de la misma manera. La madrastra y sus orgullosas hijas se emperifollaron con vuelitos y faralaes y se marcharon al baile con mucho tintineo y mucho roce de colas.

De nuevo el arbolito hizo que lloviese un vestido sobre Cenicienta, sólo que esta vez era aún más hermoso que el de la víspera. En cuanto llegó al palacio, todas las miradas se volvieron hacia ella, y mientras la hermanastras ponían caras de vinagre, el príncipe corrió a su encuentro y no se apartó de su lado en toda la noche. A los que quisieron bailar con ella los apartó diciendo:

-Lo siento mucho, pero esta pequeña bailarina es mía.

El príncipe se sentía en extremo feliz, pero con gran disgusto suyo la bailarina volvió a escapársele un poco antes de la medianoche. Esta vez alcanzó a verla cuando se le escurría por la puerta. Corrió tras ella, pero la fugitiva conocía el camino y él lo ignoraba. A menudo la perdía de vista mientras volaba aquí y allá entre las calles oscuras, pero no se desanimaba por eso. Todavía alcanzó a vislumbrarla en el momento en que se deslizaba por el patio de la casa, pero estaba todo tan oscuro, que no pudo precisar dónde se había metido.

Cenicienta, escondiéndose entre los arbustos, llegó bajo el avellano en el preciso instante en que daban las doce. Se desvanecieron sus hermosos vestidos, y cuando el príncipe llegó a su vez al árbol, sólo pudo ver a una harapienta figurita que entraba en la casa chancleteando con sus grandes zuecos. ¿Cómo iba a imaginarse que se trataba de su pequeña bailarina?

«¡Pero si entró en este patio, si yo mismo la he visto!» se decía. «Tenía que estar aquí escondida, en este jardín.»

El príncipe buscó por todos y cada uno de los rincones del patio, registró cada arbusto, miró en cada uno de los canteros; pero, por supuesto, su pequeña bailarina no aparecía por ninguna parte. Por fin, regresó a palacio, meneando la cabeza tristemente.

«¡Ah, pero mañana será distinto!», se dijo. «¡Ya me encargaré yo de que no se escape!»

La tercera noche, después que la malvada madrastra y sus dos orgullosas hijas se hubieron marchado, con su tintineo y su rumor de colas, Cenicienta se paró, como siempre que necesitaba, debajo de su querido arbolito y dijo:

-¡Arbolito querido

de tu ramaje

llueva pronto un vestido

todo de encaje!

Apenas había acabado de decir estas palabras cuando un vestido revoloteaba hacia ella desde las ramas, un vestido hermosísimo, como si estuviera hecho con rayos de sol. De lo alto bajó también flotando una minúscula corona, resplandeciente como si la formaran miles de gotas de rocío, y se posó ligera en su pelo: y dos diminutos zapaticos de oro, adornados con risueños diamantes, vinieron a calzársele con toda naturalidad. Pero todas estas maravillas no eran nada junto a la conmovedora belleza de su rostro, su aire de sencilla modestia y la fina gracia de sus movimientos.

Cuando entró, se acallaron todos los rumores, y el príncipe, rindiéndose a su hechizo, dobló la rodilla y le besó la mano.

No quiso apartarse de su lado en toda la noche; su sonrisa era tan alegre, y bailaba con tanto gusto, que Cenicienta, sintiéndose más feliz de lo que cabe decir en palabras, se olvidó por completo del tiempo. Faltaba sólo un minuto para las doce cuando zafó ágilmente sus manos de los dedos del príncipe y, escabulléndose entre los invitados, se precipitó por las anchas escaleras que conducían a la calle.

Pero el príncipe, decidido a no perderla de nuevo, había ordenado que pintasen de brea la escalera, y, al bajar veloz Cenicienta, uno de su zapaticos se hundió en la brea y quedó sujeto a ella. Como no había tiempo que perder, tuvo que seguir sin el zapato.

En ese preciso instante dio el reloj las doce: desaparecieron sus hermosas ropas y allí estaba Cenicienta vestida de harapos y saltando escaleras abajo. Apenas había cruzado la gran puerta de entrada cuando apareció el príncipe corriendo, desalado y sin aliento. El guardia, que estaba dormido, se restregó los ojos.

-¿No has visto a mi princesita?- le gritó el príncipe.

-¿Princesita? -dijo el guardia-. ¡Oh, no, Alteza!

-¿Nadie ha pasado por aquí? ¿Estás seguro? -insistió el príncipe.

-Sólo una pequeña pordiosera, Alteza -respondió el guardia-. Iba corriendo como si la persiguiera el diablo, aunque no puedo imaginarme por qué.

El príncipe pareció muy desanimado, y ya se marchaba, cuando vio el zapatico de oro pegado a la brea de los escalones. Lo recogió, admirándose de lo pequeño y gracioso que era. Sus ojos se iluminaron.

«Se me escapó, es cierto», se dijo, «pero he de buscarla hasta que la encuentre, y este adorable zapatico me enseñará el camino».

Muy temprano, a la mañana siguiente, el príncipe se presentó en casa de Cenicienta y dijo a la madrastra:

-La otra noche vi que mi pequeña bailarina desaparecía en tu jardín. ¿Es aquí donde vive?

La madrastra sonrió de gusto y sus dos orgullosas hijas se ruborizaron y empezaron a hacer las más extrañas muecas, de tantas esperanzas como tenían.

-He aquí algo que se le perdió anoche -dijo el príncipe, sacando el zapatico de su bolsillo-; sólo será mi novia aquella muchacha que pueda calzárselo.

Las mayor de las hermanas se probó primero. Su pie era esbelto, pero demasiado largo. Tanta fuerza hizo para calzárselo, que se lastimó el dedo gordo; pero pensó que bien valía la pena, pues iba a ser princesa por todo el resto de su vida.

Cuando el príncipe la vio con el zapatico puesto, pensó que debía ser la muchacha que buscaba. La subió, pues, a la grupa de su caballo y emprendió el camino de palacio. Pero al pasar debajo del avellano, oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta:

-¡Cu-curru-cú! ¡Y él no ve

cómo se le puso el pie!

Bajó el príncipe los ojos y vio que salía un poco de sangre del zapatico de oro. Cuando le pidió que caminara, la hermana mayor empezó a cojear que daba pena verla.

El príncipe comprendió que se había equivocado; volvió atrás y dio una oportunidad a la otra hermana. Pero ésta se hirió el pie al ponerse el zapatico, pues lo tenía muy gordo. ¿Pero qué le importaba un poco de dolor si en lo sucesivo sería una princesa? Apretujó y apretujó el pie hasta que, por fin, se calzó el zapatico, y el príncipe la montó a lomos de su caballo y partió rumbo a palacio. Pero al pasar bajo el avellano, oyeron cantar a la palomita mágica de Cenicienta:

-¡Cu-curru-cú! ¡Y él no ve

cómo se le puso el pie!

Cuando el príncipe bajó los ojos, vio que el pie de la segunda hermana rebosaba y que por el talón le corrían unas goticas de sangre. Al pedirle que caminara, la segunda hermana empezó a cojear que daba pena verla.

De modo que el príncipe regresó con ella a casa y dijo a la madrastra:

-¿Hay aquí alguna otra muchacha?

-No, Alteza -dijo ella.

-¿,Está segura? -dijo el príncipe-. ¡Tiene que haberla! Hace dos noches yo vi a una muchacha entrar en esta casa.

-¡Oh, no! -respondió la madrastra-. No hay aquí nadie más que una torpe cocinerita. No puede ser ella de ninguna manera.

-Déjeme verla -dijo el príncipe.

-¡Pero es demasiado sucia y harapienta para que un príncipe la vea!

-¡Tráigala enseguida! ¡Es una orden! -dijo el príncipe. Y la miró tan severamente que no tuvo más remedio que obedecer.

Cenicienta había escuchado esta conversación desde la cocina y, entretanto, no había perdido el tiempo. Se había lavado, restregado y sacudido las cenizas del pelo. Al entrar, bajó modestamente la cabeza, hizo una pequeña reverencia y fue a sentarse en la silla que le ofrecía el príncipe. Se quitó el grueso zapatón de madera, extendió su gracioso piececito y se calzó con toda naturalidad el minúsculo zapato de oro. Luego alzó tímidamente la cabeza, y cuando el príncipe vio su bello rostro y se miró en sus bondadosos ojos resplandecientes, exclamó:

-¡Cómo pude equivocarme! ¡Ésta sí que es mi propia, mi verdadera y única princesita!

En ese momento se escuchó un zumbido y un rumor que parecía de alas, y nadie supo cómo, pero los harapos de Cenicienta desaparecieron y apareció vestida con sus magníficas ropas de fiesta.

La madrastra y sus dos orgullosas hijas se quedaron mudas de asombro y furia. El príncipe las dejó rezongando y rechinando los dientes, y salió con Cenicienta de la mano. La alzó junto a sí sobre el caballo y ya se alejaban alegremente cuando, al pasar bajo el árbol, oyeron el arrullo de la paloma:

¡Esta sí que es la novia para ti!

Enseguida bajó revoloteando a posarse en el hombro de Cenicienta, y los tres juntos: el príncipe, la princesa y su paloma mágica, cabalgaron lejos, muy lejos, hacia un delicioso castillo donde vivieron muy felices el resto de sus días.

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