Itinerario del odio
Por:Michel Zelada Cabrera
*E.M. Cioran
No odio a nadie; pero el odio ennegrece mi sangre y quema esta piel que los años fueron incapaces de curtir. ¿Cómo domar, bajo juicios tiernos o rigurosos, una espeluznante tristeza y un grito de despellejado?
Quise amar la tierra y el cielo, sus hazañas y sus fiebres, y no encontré nada que no me recordase la muerte: ¡flores, astros, rostros, símbolos de marchitamiento, losas virtuales de todas las tumbas posibles! Lo que se crea en la vida, y la ennoblece, se encamina hacia un fin macabro o vulgar. La efervescencia de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se hubiera atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu inflamado, podéis estar seguros de que acabaréis por ser víctimas suyas. Los que creen en su verdad -los únicos de los que la memoria de los hombres guarda huella- dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres. Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y aquellos a quien la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre.
El que propone una fe nueva es perseguido, en espera de que llegue a ser a su vez perseguidor: las verdades empiezan por un conflicto con la policía y terminan por apoyarse en ella; pues todo absurdo por el que se ha sufrido degenera en legalidad, como todo martirio desemboca en los párrafos de un código, en la sosera del calendario o en la nomenclatura de las calles. En este mundo, hasta el mismo cielo llega a ser autoridad; y se han visto períodos que sólo vivieron para él, Medievos más pródigos en guerras que las épocas más disolutas, cruzadas bestiales, falsamente teñidas de sublimidad, ante las cuales las invasiones de los hunos parecen travesuras de hordas decadentes.
Las hazañas inmaculadas se degradan en empresa pública; la consagración oscurece el nimbo más aéreo. Un ángel protegido por un guardia civil: así mueren las verdades y expiran los entusiasmos. Basta que una revuelta tenga razón y que cree entusiastas, que una revelación se propague y una institución la confisque para que los estremecimientos otrora solitarios -caídos en suerte a unos cuantos neófitos pensativos- se emporquen en una existencia prostituida. Que se me señale en este mundo una sola cosa que comenzase bien y que no haya acabado mal. Las palpitaciones más orgullosas se hunden en una alcantarilla, donde dejan de latir, como llegadas a su término natural: esta decadencia constituye el drama del corazón y el sentido negativo de la historia. Cada «ideal» alimentado, en los comienzos, con sangre de sus sectarios se aja y se desvanece cuando lo adopta la masa. He ahí la pila de agua bendita transformada en escupidera: es el ritmo ineluctable del «progreso»...
En estas condiciones, ¿sobre quién volcar el odio? Nadie es responsable de ser y aún menos de ser lo que es. Aquejado de existencia, cada uno sufre como un animal las consecuencias que de ello se derivan. Así es como en un mundo en el que todo es odioso, el odio llega a ser más vasto que el mundo y por haber superado su objeto, se anula.
(No son las fatigas sospechosas, ni los trastornos precisos de los órganos los que nos revelan el punto bajo de nuestra vitalidad; no son tampoco nuestras perplejidades o las variaciones del termómetro; pero nos basta con sentir esos accesos de odio y de piedad sin motivos, esas fiebres no mensurables, para comprender que nuestro equilibrio está amenazado. Odiarlo todo y odiarse en un desenfreno de rabia caníbal; tener piedad de todo el mundo y apiadarse de uno mismo: movimientos en apariencia contradictorios, pero originariamente idénticos; pues no es posible apiadarse más que sobre lo que se quisiera hacer desaparecer, sobre lo que no merece existir. Y en estas convulsiones, el que las sufre y el universo al que se dirigen están abocados al mismo furor destructivo y enternecido. Cuando, súbitamente, uno es presa de compasión sin saber por quién, es que una laxitud de los órganos presagia un deslizamiento peligroso; y cuando esta compasión vaga y universal se vuelve hacia uno mismo, se está en la condición del último de los hombres. Es de una inmensa debilidad física de la que emana esta solidaridad negativa que, en el odio o la piedad, nos une a las cosas. Estos dos accesos, simultáneos o consecutivos, no son tanto síntomas inciertos como signos claros de una vitalidad en baja y a la que todo irrita, desde la existencia sin delineamiento hasta la precisión de nuestra propia persona.
Sin embargo, no debemos engañarnos: estos accesos son los más claros y los más inmoderados, pero en modo alguno los únicos: en diversos grados, todo es patología, salvo la Indiferencia.)
*Texto extraído de “Breviario de Podredumbre”
Por:Michel Zelada Cabrera
*E.M. Cioran
No odio a nadie; pero el odio ennegrece mi sangre y quema esta piel que los años fueron incapaces de curtir. ¿Cómo domar, bajo juicios tiernos o rigurosos, una espeluznante tristeza y un grito de despellejado?
Quise amar la tierra y el cielo, sus hazañas y sus fiebres, y no encontré nada que no me recordase la muerte: ¡flores, astros, rostros, símbolos de marchitamiento, losas virtuales de todas las tumbas posibles! Lo que se crea en la vida, y la ennoblece, se encamina hacia un fin macabro o vulgar. La efervescencia de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se hubiera atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu inflamado, podéis estar seguros de que acabaréis por ser víctimas suyas. Los que creen en su verdad -los únicos de los que la memoria de los hombres guarda huella- dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres. Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y aquellos a quien la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre.
El que propone una fe nueva es perseguido, en espera de que llegue a ser a su vez perseguidor: las verdades empiezan por un conflicto con la policía y terminan por apoyarse en ella; pues todo absurdo por el que se ha sufrido degenera en legalidad, como todo martirio desemboca en los párrafos de un código, en la sosera del calendario o en la nomenclatura de las calles. En este mundo, hasta el mismo cielo llega a ser autoridad; y se han visto períodos que sólo vivieron para él, Medievos más pródigos en guerras que las épocas más disolutas, cruzadas bestiales, falsamente teñidas de sublimidad, ante las cuales las invasiones de los hunos parecen travesuras de hordas decadentes.
Las hazañas inmaculadas se degradan en empresa pública; la consagración oscurece el nimbo más aéreo. Un ángel protegido por un guardia civil: así mueren las verdades y expiran los entusiasmos. Basta que una revuelta tenga razón y que cree entusiastas, que una revelación se propague y una institución la confisque para que los estremecimientos otrora solitarios -caídos en suerte a unos cuantos neófitos pensativos- se emporquen en una existencia prostituida. Que se me señale en este mundo una sola cosa que comenzase bien y que no haya acabado mal. Las palpitaciones más orgullosas se hunden en una alcantarilla, donde dejan de latir, como llegadas a su término natural: esta decadencia constituye el drama del corazón y el sentido negativo de la historia. Cada «ideal» alimentado, en los comienzos, con sangre de sus sectarios se aja y se desvanece cuando lo adopta la masa. He ahí la pila de agua bendita transformada en escupidera: es el ritmo ineluctable del «progreso»...
En estas condiciones, ¿sobre quién volcar el odio? Nadie es responsable de ser y aún menos de ser lo que es. Aquejado de existencia, cada uno sufre como un animal las consecuencias que de ello se derivan. Así es como en un mundo en el que todo es odioso, el odio llega a ser más vasto que el mundo y por haber superado su objeto, se anula.
(No son las fatigas sospechosas, ni los trastornos precisos de los órganos los que nos revelan el punto bajo de nuestra vitalidad; no son tampoco nuestras perplejidades o las variaciones del termómetro; pero nos basta con sentir esos accesos de odio y de piedad sin motivos, esas fiebres no mensurables, para comprender que nuestro equilibrio está amenazado. Odiarlo todo y odiarse en un desenfreno de rabia caníbal; tener piedad de todo el mundo y apiadarse de uno mismo: movimientos en apariencia contradictorios, pero originariamente idénticos; pues no es posible apiadarse más que sobre lo que se quisiera hacer desaparecer, sobre lo que no merece existir. Y en estas convulsiones, el que las sufre y el universo al que se dirigen están abocados al mismo furor destructivo y enternecido. Cuando, súbitamente, uno es presa de compasión sin saber por quién, es que una laxitud de los órganos presagia un deslizamiento peligroso; y cuando esta compasión vaga y universal se vuelve hacia uno mismo, se está en la condición del último de los hombres. Es de una inmensa debilidad física de la que emana esta solidaridad negativa que, en el odio o la piedad, nos une a las cosas. Estos dos accesos, simultáneos o consecutivos, no son tanto síntomas inciertos como signos claros de una vitalidad en baja y a la que todo irrita, desde la existencia sin delineamiento hasta la precisión de nuestra propia persona.
Sin embargo, no debemos engañarnos: estos accesos son los más claros y los más inmoderados, pero en modo alguno los únicos: en diversos grados, todo es patología, salvo la Indiferencia.)
*Texto extraído de “Breviario de Podredumbre”
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