Cómo nos sentimos las mujeres
Por:*Sonia Castro Escalante
¡Hola,” licen”!, ¡cómo está, “licen”!, son saludos de mis estudiantes que voy escuchando a lo largo de los pasillos que me conducen a las aulas. Pues, sí, soy una profesora universitaria que ya peina canas y cuya edad cifra alrededor del medio siglo. Y no sólo eso. Como muchísimas de mi generación, soy la primera profesional de todas las mujeres de mi familia que me antecedieron en el tiempo.
Retrocedamos, entonces, en el tiempo: Mi madre, mis tías, mis madrinas, las comadres de ellas, las vecinas, las mamás de mis amigas, todas, todas ellas eran gobernantes de sus casas, cumplían lo que se llama “labores de casa”. Habían concluido, con suerte algunas, estudios de primaria y hasta ahí llegaron. Se dolían, a veces, de la imposibilidad de no haber podido estudiar, pero se trazaron un propósito firme: “mi hija no será como yo” e hicieron que el estudio sea lo prioritario, lo más importante, una especie de “tabla de salvación”. En las charlas íntimas entre madre e hija salía la frase tantas veces reiterada: “No tienes que ser como yo. No tienes que quedarte para la cocina”.
Las hijas nos pusimos a la faena y conseguimos titularnos de las universidades, por lo menos, en lo que se refiere a mi familia, como un acontecimiento que hacía historia. Somos, entonces, algo así como unas fundadoras que empiezan a escribir una nueva historia. En palabras de la antropóloga estadounidense Margaret Mead, seríamos algo semejante a unas primeras generaciones nacidas en un país nuevo.
Profesoras universitarias de más de medio siglo las hay, pero son perlas de muestra, grandes pioneras que las debieron tener muy difícil. Nosotras, las de cuatro o cinco décadas, aun somos minoría en muchas carreras, incluso cuando el estudiantado está compuesto abrumadoramente por universitarias. Ni qué se diga de los niveles de decisión, en los que la presencia masculina es predominante, con algunos lunares de muestra de lo contrario. Abrimos brecha para las que nos siguen en la docencia. Ellas lucharán ya por ocupar niveles de alta responsabilidad, pues el profesorado universitario ya se verá completamente normal para el sexo femenino.
Sin embargo, la ruptura generacional en esa tarea “fundacional” no está exenta de contradicciones. Nuestras madres, las que hicieron posible la continuación de los estudios de nosotras, sus hijas, ¿realmente no eran un modelo a seguir? ¿Estaba tan devaluada su existencia misma? ¿Acaso no contribuyeron a nada realmente importante en la vida? Sin duda, en las cifras de ingreso monetario en las estadísticas, su aporte es invisible; en ese sentido, no hicieron nada que valga la pena.
Pero, una mirada nostálgica me permite descubrir ahora algo de lo que ya carecen los hijos de las “fundadoras”: la presencia cálida de la madre, ese alguien que nos preparó el equipaje y nos entregó el boleto de viaje hacia ese “país nuevo” que ha sido adentrarse en el mundo laboral y remunerado. Mamás que nos preparaban el desayuno de avena para antes de salir temprano a las clases, las “madrugadas” (en realidad, ni tan madrugadas, las siete menos cuarto); mamás que estaban pendientes a nuestro regreso de saber cómo habíamos dado el “parcial”; mamás que no podían —porque no sabían— cómo darnos una mano en los trabajos (no sabían utilizar un teclado, por ejemplo) pero que vivían intensamente con nosotras las dificultades; mamás que nos aguardaban con la cena hecha y abrigada entre frazadas (que microondas no había).
Eran madres que vivían el abuso del poder que ejercía muchas veces el proveedor de la familia. Sin horario, sin vacaciones, sin jamás conocer el descanso. Mucha ropa no conocía su armario; tampoco eran de afeites ni maquillajes. No eran mujeres glamorosas, ciertamente, pero, ¿no había en ellas ningún modelo a seguir? ¿Estaban en lo cierto ellas?
Nosotras, las “fundadoras”, ya jamás hemos sido la mamá de los pollitos. No hemos compartido, acaso, las dificultades del día a día de nuestros hijos, ocupadas como estamos de nuestros estudiantes, en el proceso de la enseñanza y aprendizaje. No les preparamos la comida, ésa que requería de horas de ardua elaboración, sino una muy rápida. Y, muchas veces, ni siquiera nos encuentran en casa, siempre fuera, siempre trabajando…
En el ámbito universitario, nos enfrentamos a los clanes y a círculos de poder, la intrincada cultura política de la San Simón. Las mujeres somos, en ocasiones, blanco de la violencia de género de parte de colegas varones, que se traducen en descalificaciones a nuestra capacidad profesional (cuando ya es harto sabido que las mujeres somos, por lo general, buenas estudiantes) o somos objeto de pasquines obscenos.
Con todo, hay que “empezar haciendo”, como diría Jacqueline Roblin, en lo referente al “posicionamiento de género”, al empoderamiento de las mujeres de esferas académicas universitarias. Ese “empezar haciendo” ya ha empezado hace mucho. Las mujeres ya somos parte del profesorado universitario y la brecha ya está abierta.
Pero, ¿nuestros hijos salieron ganando? ¿Deberemos acaso decir a nuestras hijas tal vez: “No seas como yo, y sí como la abuelita, presencia real y cálida”?
Esas son las contradicciones en que nos debatimos las mujeres docentes de nuestra universidad.
* La premiación fue en ocasión del 6 de junio en el Salón Auditorio del Honorable Consejo Universitario, como parte del homenaje a los profesores universitarios con 25 y 10 años de docencia.
Por:*Sonia Castro Escalante
¡Hola,” licen”!, ¡cómo está, “licen”!, son saludos de mis estudiantes que voy escuchando a lo largo de los pasillos que me conducen a las aulas. Pues, sí, soy una profesora universitaria que ya peina canas y cuya edad cifra alrededor del medio siglo. Y no sólo eso. Como muchísimas de mi generación, soy la primera profesional de todas las mujeres de mi familia que me antecedieron en el tiempo.
Retrocedamos, entonces, en el tiempo: Mi madre, mis tías, mis madrinas, las comadres de ellas, las vecinas, las mamás de mis amigas, todas, todas ellas eran gobernantes de sus casas, cumplían lo que se llama “labores de casa”. Habían concluido, con suerte algunas, estudios de primaria y hasta ahí llegaron. Se dolían, a veces, de la imposibilidad de no haber podido estudiar, pero se trazaron un propósito firme: “mi hija no será como yo” e hicieron que el estudio sea lo prioritario, lo más importante, una especie de “tabla de salvación”. En las charlas íntimas entre madre e hija salía la frase tantas veces reiterada: “No tienes que ser como yo. No tienes que quedarte para la cocina”.
Las hijas nos pusimos a la faena y conseguimos titularnos de las universidades, por lo menos, en lo que se refiere a mi familia, como un acontecimiento que hacía historia. Somos, entonces, algo así como unas fundadoras que empiezan a escribir una nueva historia. En palabras de la antropóloga estadounidense Margaret Mead, seríamos algo semejante a unas primeras generaciones nacidas en un país nuevo.
Profesoras universitarias de más de medio siglo las hay, pero son perlas de muestra, grandes pioneras que las debieron tener muy difícil. Nosotras, las de cuatro o cinco décadas, aun somos minoría en muchas carreras, incluso cuando el estudiantado está compuesto abrumadoramente por universitarias. Ni qué se diga de los niveles de decisión, en los que la presencia masculina es predominante, con algunos lunares de muestra de lo contrario. Abrimos brecha para las que nos siguen en la docencia. Ellas lucharán ya por ocupar niveles de alta responsabilidad, pues el profesorado universitario ya se verá completamente normal para el sexo femenino.
Sin embargo, la ruptura generacional en esa tarea “fundacional” no está exenta de contradicciones. Nuestras madres, las que hicieron posible la continuación de los estudios de nosotras, sus hijas, ¿realmente no eran un modelo a seguir? ¿Estaba tan devaluada su existencia misma? ¿Acaso no contribuyeron a nada realmente importante en la vida? Sin duda, en las cifras de ingreso monetario en las estadísticas, su aporte es invisible; en ese sentido, no hicieron nada que valga la pena.
Pero, una mirada nostálgica me permite descubrir ahora algo de lo que ya carecen los hijos de las “fundadoras”: la presencia cálida de la madre, ese alguien que nos preparó el equipaje y nos entregó el boleto de viaje hacia ese “país nuevo” que ha sido adentrarse en el mundo laboral y remunerado. Mamás que nos preparaban el desayuno de avena para antes de salir temprano a las clases, las “madrugadas” (en realidad, ni tan madrugadas, las siete menos cuarto); mamás que estaban pendientes a nuestro regreso de saber cómo habíamos dado el “parcial”; mamás que no podían —porque no sabían— cómo darnos una mano en los trabajos (no sabían utilizar un teclado, por ejemplo) pero que vivían intensamente con nosotras las dificultades; mamás que nos aguardaban con la cena hecha y abrigada entre frazadas (que microondas no había).
Eran madres que vivían el abuso del poder que ejercía muchas veces el proveedor de la familia. Sin horario, sin vacaciones, sin jamás conocer el descanso. Mucha ropa no conocía su armario; tampoco eran de afeites ni maquillajes. No eran mujeres glamorosas, ciertamente, pero, ¿no había en ellas ningún modelo a seguir? ¿Estaban en lo cierto ellas?
Nosotras, las “fundadoras”, ya jamás hemos sido la mamá de los pollitos. No hemos compartido, acaso, las dificultades del día a día de nuestros hijos, ocupadas como estamos de nuestros estudiantes, en el proceso de la enseñanza y aprendizaje. No les preparamos la comida, ésa que requería de horas de ardua elaboración, sino una muy rápida. Y, muchas veces, ni siquiera nos encuentran en casa, siempre fuera, siempre trabajando…
En el ámbito universitario, nos enfrentamos a los clanes y a círculos de poder, la intrincada cultura política de la San Simón. Las mujeres somos, en ocasiones, blanco de la violencia de género de parte de colegas varones, que se traducen en descalificaciones a nuestra capacidad profesional (cuando ya es harto sabido que las mujeres somos, por lo general, buenas estudiantes) o somos objeto de pasquines obscenos.
Con todo, hay que “empezar haciendo”, como diría Jacqueline Roblin, en lo referente al “posicionamiento de género”, al empoderamiento de las mujeres de esferas académicas universitarias. Ese “empezar haciendo” ya ha empezado hace mucho. Las mujeres ya somos parte del profesorado universitario y la brecha ya está abierta.
Pero, ¿nuestros hijos salieron ganando? ¿Deberemos acaso decir a nuestras hijas tal vez: “No seas como yo, y sí como la abuelita, presencia real y cálida”?
Esas son las contradicciones en que nos debatimos las mujeres docentes de nuestra universidad.
* La premiación fue en ocasión del 6 de junio en el Salón Auditorio del Honorable Consejo Universitario, como parte del homenaje a los profesores universitarios con 25 y 10 años de docencia.
1 comentario:
Excelente y conmovedora nota, felicidades a la autora.
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